Félix Acosta Fitipaldi posted a status
29 de Dic. de 2024
Estrella fugaz


Hacía unos meses que éramos amantes cuando, al despedirnos aquél 30 de diciembre –lo recuerdo bien pues me sonó extraño–, dijiste:
—Mañana a las 12, entre saludos y fuegos artificiales, cuando todos festejen el nuevo año, levantaré la copa hacia ti –para llegar hasta donde estés y sin que importe quién esté a mi lado– para brindar contigo.
Además de algo loco y pueril se me antojó un poco falso. En medio de la tristeza que sentía por no pasar a tu lado, a medias sonreí y asentí con la cabeza.
Luego, en mi mundo, con el resto de personas que rodeaban aquella vida mía de entonces, triste y carenciada de afectos, ni siquiera pasó por mi mente aquél singular acuerdo, tan lírico y apasionado como de apariencia indolente y estúpida.
Cuando al reencontrarnos me preguntaste, con la mirada llena de ansiedad: —¿Recordaste brindar conmigo? —no supe qué decir, casi no entendía de qué hablabas. Entonces se encendió mi lamparita y dije: —Sí. ¡Claro!
—¡Ah! —dijiste como sintiendo alivio—. Creí que no lo harías —y me dio la sensación de que mi confirmación te había hecho feliz.
Desde entonces me adosaste esa ceremonia cual acuerdo tácito, tanto durante las fiestas tradicionales como en tus vacaciones o las mías, cada uno por su lado: “Cada día, a medianoche, saldré al balcón del hotel a fumar y conversaré unos minutos contigo”. Eran tus palabras y yo… Bueno, no diré que jamás, pero pocas veces lo hice. Es que prefería ignorarlo, pues luego de hacerlo moría con la tristeza de no poder dormir imaginándote con tu mujer y tus hijos.
Una vez llegabas de revelar unas fotografías familiares dichoso y con ellas en la mano. —¿Querés verlas? —preguntaste. Estabas a punto de sacarlas del sobre cuando te dije que no, que de ningún modo las vería. ¡Qué rabia me dio!
Como quedaste con el rostro lleno de incomprensión y asombro te expliqué mis razones:
—Mi consciencia necesita ignorar eso. Mientras no conozca a tu familia, puedo aceptar que no exista y sea solo una posibilidad, un acaso. Pero si toma forma, si se corporiza, si tengo ante mí la evidencia, lo nuestro termina en ese mismo instante. Por eso tampoco te pregunto por ellos y cuando amagás a comentar algo sobre tu casa, cambio de conversación.
Me gustabas. Creo que a todas en la oficina le gustabas. Tenías esa forma de mirar que habla, que toca, la que dura una fracción de segundo más de lo normal. Y también esa otra mirada, más profunda aún, la de tus conquistas, la que desnuda.
Te acercabas disimulando muy bien al medio siglo, y yo venía a los tropezones algo así como una década atrás. Arrastraba un rotundo fracaso amoroso que me estaba condenando a la soltería. Y María –¿te acordás? –, mi mejor amiga, me daba ánimo, decía que yo te interesaba. Tal vez por eso aquella tarde me detuve un momento ante tu escritorio con uno de esos comentarios triviales que solíamos mantener.
Tus ojos quemaban aquel atardecer. Y de pronto, así, como de la nada, me preguntaste qué me parecía si organizábamos juntos un íntimo safari sexual mientras, al mismo tiempo, deslizabas unos centímetros el dorso de tus dedos sobre mi antebrazo. Sentí un estremecimiento y la corriente de tu encanto recorrió mi cuerpo.
Algo turbada intenté sonreír, fingir que se trataba solo de una picardía. Temí quedar como una inmadura adolescente tardía. Pero otra, que casi no era yo sino la hembra, la que llevaba tanto tiempo sin tener sexo, dijo: —Podría ser. ¿Te lo permiten en tu casa?
—Yo lo arreglo —dijiste. Lo arreglaste, tuvimos sexo, mucho, intenso, perfecto. Y esa fue la única vez que entre nosotros se mencionó tu casa. Luego siguieron años en los cuales casi convivimos. Nos veíamos a diario en la oficina y tres o cuatro horas dos veces por semana en mi departamento.
No estaba conforme. Fui educada en el catolicismo y lo practiqué siempre, la situación no me satisfacía por completo. Además, desde que se enteró mi madre debí tolerar sus reproches y sus caras largas, que para no toparse contigo dejó de visitarme.
Pero pasaste a ser un hábito, una necesidad de mis entrañas, el más hermoso castigo inevitable, mi delicioso masoquismo. Jamás creí que lo nuestro llegaría a durar más de un mes, y se prolongó por más de seis años. Tal vez habrían sido más…
Lo peor de todo fue no largarme a llorar al enterarme. María estaba cerca y me auxilió, pues apenas me lo contaron me llamó intentando disipar mi emoción. Me acerqué a ella casi temblando:
—¿Te lo dijeron? Fue anoche, el corazón. ¿Vas a ir al sepelio? —preguntó. Todavía no estaba preparada para responderle y apenas pude levantar un milímetro los hombros. No puedo ni imaginar las expresiones de congoja pintadas en mi rostro.
No fui. ¿Cómo podría? Sería esa loca extraña que se lanzó a llorar sobre el ataúd con una histeria mayor a la de la esposa. Jamás podría haber fingido indiferencia, verte de lejos, dormido como apenas pude contemplarte el par de noches que pudimos robar para pasarlas juntos.
“Es mejor recordarlo como lo amé, con sus ojos vivos”, me dije. “Mientras no tenga ante mí la evidencia, no ha muerto". "Estará otra vez de vacaciones con su familia, esperando mi saludo lejano sobre la medianoche.” Cosas así, excusas, cobardías, dolores sin cura, locuras reprimidas, soledad. Mi tacto, como por lo general, evitó que hiciera esa tontería que también me arrepentí de no haber hecho.
Luego lo inesperado, la sorpresa. Pues la siguiente Navidad me interesó otro hombre. ¡Parece tan extraño! Esa vez sí había elevado la copa, y brindaba contigo mentalmente. Hasta que Fermín, vecino de mi sobrino, me interrumpió acercando la suya en un choque tan fuerte que una de ellas se rompió. Reímos y comenzamos a charlar. Desde entonces te perdiste de mi vida durante mucho tiempo.
En fin, ni cuenta nos dimos que todos se iban yendo. Amanecía y no había nadie en el patio cuando Fermín se quedó dormido sobre la silla. ¡Si seré pesada! Lo desperté y le dije que fuera a recostarse al sofá grande: —Sólo me acostaré si cruzamos a mi casa y duermes conmigo —dijo. Y fuimos, tan mareados los dos como estábamos.
También eso muy pronto quedó atrás. Llevábamos cuatro años de casados y volvíamos de unas vacaciones cuando reapareciste. Era la víspera de mi cumpleaños y queríamos llegar a casa esa misma noche. Debíamos preparar todo con tiempo, pues al día siguiente vendrían invitados. Ya era noche cerrada, estaba en mi turno de manejo y Fermín dormitaba.
A unos 150 metros adelante se encendió la luz roja de un cruce que daría paso a un tren de cargas, así que debería detenerme. Al tiempo que aminoraba la marcha, una estrella fugaz cruzó el cielo en forma casi horizontal y asomaste en mi recuerdo, con tanta intensidad que sentí un profundo malestar en el estómago.
Temí vomitar y decidí detener la marcha. Así que a unos cincuenta metros antes del cruce me desvié hacia la banquina, necesitaba tomar aire fresco y tampoco me vendría mal estirar un poco las piernas. Lo hice de forma tan suave que Fermín ni lo notó. Sin saber la razón, miré la hora: pasaba un minuto de las doce. Me había convertido en una mujer un año más vieja.
Mientras reparaba en esos detalles pasó a nuestro lado, cual bólido, un inmenso camión. Pensé que no le daría el tiempo a frenar y la piel se me erizó como la vez que rozaste mi antebrazo con el dorso de tus dedos. No se detuvo, chocó de lleno contra uno de los vagones repleto de granos. Si hubiese continuado la marcha para detenerme ante el semáforo, nos habría arrollado y estaríamos muertos.
Por las demoras que tuvimos ese año no pudimos festejar mi cumpleaños. Todos fueron avisados de una postergación que luego preferí no concretar. Fuiste el único que esa vez brindó conmigo. Puntual como siempre. Atento y discreto. Ahora sí, cada vez que brindo por algo, te envío una lágrima y un beso, porque ya nunca dejarás de estar conmigo.


Safe Creative - Todos los derechos reservados
28/12/2024 - 2412280493447

¡Tienes que ser miembro de cafedeescritores/yoquieroescribir para agregar comentarios!

Join cafedeescritores/yoquieroescribir